
Hoy he salido a la terraza de mi casa y me he sentado en el sofá de mimbre de dos plazas que tengo junto a una mesita de madera comprada en Ikea. En la calle está cayendo una fina llovizna que donde vivo no es algo habitual, por eso he decidido que continuar leyendo el libro que tengo entre manos en estos momentos fuera de las paredes de la casa es la mejor opción en esta mañana de fin de semana.
Me encuentro arropada por los cojines mullidos del sofá, con el libro en mi regazo y saboreando una infusión bien caliente. Tapada con una manta, siento y disfruto de esa sensación de frescor y renacer que proporciona la lluvia, de vida al fin y al cabo. Son las once de la mañana y mi perrita viene a hacerme compañía, se acuesta a mi lado… le gusta estar cerca de mí y a mí tenerla tan cerca.
Transcurrido un rato, levanto la vista del libro y miro con detenimiento la estampa que tengo delante de mí. La calle está desierta y el agua de lluvia sigue cayendo. Todo parece estar en quietud… y, sin embargo, está tan lleno de vida.
Observo los árboles agitando sus hojas, siento la melodía del viento al soplar, oigo el canto de los pajarillos desde el parque que hay enfrente. Un gorrión se posa en la barandilla y me mira con curiosidad mientras gorjea… parece que me está hablando.
Y justo en ese instante me invade una agradable sensación de bienestar y paz interior, y me descubro a mí misma sonriendo.
Quería compartir esta experiencia vivida hace escasos días y que me hizo sentir tanta plenitud. Estos son los pequeños grandes instantes que la vida nos ofrece a diario, siempre están ahí para nosotros, si somos capaces de pararnos durante un momento y frenar el ritmo frenético de actividad y de hacer constantes. No cuestan dinero y se nos presentan continuamente delante para nuestro deleite. De ti depende que los explores y los exprimas al máximo.
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